Caminos reimaginados

 

Por: Felipe Lozano.


Nunca nadie nos enseñó donde estaba realmente el corazón, aquello que oímos palpitar en el pecho es solo el reflejo de todos nuestros corazones, que palpitan en tantos lugares.

'¿Dónde están los paraguas?', Alfonso Cruz.


 

Imagen El Museo Reimaginado


Esperaba el metro en la estación Universidades cuando lo volví a ver. Nos habíamos cruzado algunas veces en el Jardín Botánico y no habíamos intercambiado palabras, solo miradas. Era uno de esos personajes que no pasan desapercibidos: tenía una barba blanca, larguísima, que parecía compensar la ausencia de su cabellera y contrastaba con el marrón intenso de su piel, como si recién hubiera salido de un tostador. Su torso estaba cubierto por una camisa a cuadros blancos y negros, abierta lo necesario para exponer una camiseta blanca y un cinturón que le ayudaba a sostener unos pantalones verdosos. Al verme en la estación, levantó sus cejas negras y pobladas como saludo y se acercó para estrecharme su mano. "Hola, ¿cómo te va?", me dijo con la melodía propia del acento chileno. Le correspondí el gesto, contesté su pregunta y luego comenzamos a hablar de lo obvio: nuestra experiencia en El Museo Reimaginado.

Era el mediodía del 3 de noviembre, la última jornada del evento. Mi vuelo de regreso a Bogotá estaba programado a las 4:40 p.m. e iba en dirección a San Diego para tomar el bus que me llevaría al aeropuerto de Rionegro. Me dirigía a Estaciones, donde también se bajaría Esteban, con quien hablamos un poco de las ponencias que se presentaron y de las historias que compartieron los invitados al evento con nosotros. Dentro del metro, me contó que trabajaba en el Museo Violeta Parra, que estaba encargado del área de Educación y Mediación, que quería ir al Museo de Arte Moderno de Medellín, que asistiría a la fiesta de cierre esa noche, pero se quedaría un ratito no más, porque viajaba el sábado temprano; y que iba al Pueblito Paisa, porque "me dijeron que si uno no subía allá, no había visitado Medellín". Aprovechó para preguntarme por otros sitios para visitar y le recomendé unos cuantos. "Aquí no logro ubicarme – me dijo Esteban, después de que le hice mis sugerencias -. Es que las calles son serpenteantes y uno se pierde".

Llegamos a Estaciones y salimos de allí para dar con la inclemencia del sol en pleno meridiano, perpendicular a nuestras cabezas. Después de la observación de Esteban, creí que lo mejor era indicarle exactamente por dónde debía ir para llegar al cerro Nutibara y subir al Pueblito Paisa: "Tiene que seguir derecho por aquí – le señalé - y luego doblar a la izquierda, ahí va a ver el cerro". Me agradeció por las indicaciones y nos dimos un fuerte apretón de manos. Ambos nos regalamos una sonrisa de gratitud por un encuentro en que el sí habíamos cruzado palabras. "Te voy a dejar mi tarjeta para que sigamos en contacto" y Esteban metió su mano en un bolso de tela lleno de materiales pedagógicos, libretas, cuadernos y papeles: una forma de guardar recuerdos de lo que se ha vivido. Sacó una tarjeta violeta, una metáfora del lugar donde trabaja, y me la entregó. Nos despedimos y fuimos en direcciones contrarias, pero con un vínculo que se había acabado de establecer, como si hubiéramos atado un hilo que nos conectara y se fuera extendiendo por centímetros, metros y luego kilómetros.

Caminé unas tres cuadras hasta la esquina donde parquean los buses para subir a Rionegro. Abordé uno de ellos e iniciamos el recorrido por un camino largo lleno de rectas, curvas, subidas y bajadas. Recordé las indicaciones que le había dado a Esteban: "Tiene que seguir derecho por aquí y luego doblar a la izquierda". Uno cree que va derecho a alguna parte y siempre hay un desvío, una curva, un ascenso, un descenso. Y en esos caminos, que a veces no se prevén, surgen los encuentros con otros, como nos había ocurrido a Esteban y a mí. Como nos ocurrió a muchos en El Museo Reimaginado. Caminábamos entre las mesas del Jardín Botánico y nos desviábamos cuando un compañero de trabajo nos saludaba, le dábamos la mano o un fuerte abrazo; luego, al dar vuelta, nos encontrábamos a algunos viejos conocidos, a quienes no veíamos hace años y la emoción del reencuentro, más abrazos, bien fuertes, cómo te ha ido, estás igualito, estás muy cambiado; recorrimos otros caminos, a la izquierda, luego a la derecha, pasamos entre muchas sillas, entre varias mesas, nos sentamos en algunas de ellas e intercambiamos miradas o entablamos conversaciones con personas nuevas, que hablaban nuestro mismo idioma u otro diferente: tú qué haces, dónde trabajas, de dónde eres, cómo te ha parecido el evento, qué tal esta ponencia, qué tal este museo. En esos caminos, entre los recovecos y los descansos, con las sorpresas de los encuentros y las conversaciones en cualquier parte del Parque Explora o el Jardín Botánico no solo pudimos estar cerca a quienes más conocemos, a quienes conocíamos o a quienes nos eran ajenos, sino que pudimos acercarnos a quienes están más allá de las labores diarias, del quehacer en los museos: nos reconocimos como seres que no solo se desempeñan en un lugar de trabajo, sino que tienen gustos y aficiones tan diversas que tal vez ignorábamos, un humor que nunca imaginábamos que tendrían, pensamientos y emociones que nos conectaban con ellos de un modo distinto al acostumbrado, y tuvimos la oportunidad de llegar a ese "cuando tengamos tiempo, nos tomamos un café o una cerveza y hablamos de otras cosas". Llegamos más allá del museográfo, del director, del asesor, del asistente, del investigador o del curador. Atamos muchos hilos a nuestros cuerpos.

Pensaba en esas conexiones, mientras estaba a no sé cuántos pies de altura, rumbo a Bogotá. Imaginaba cuántos vínculos se habrían establecido, cuántos hilos se habrían extendido o contraído, gracias a los caminos serpenteantes de El Museo Reimaginado. Por la ventana veía la forma caprichosa de un río, cómo se bifurcaba y formaba un círculo irregular que al cabo del tiempo y la distancia se cerraba. Ahí la cuenca volvía a ser una sola y continuaba su camino. Vi al río como una de las tantas arterias que llenan de vida a este gigante organismo que llamamos Tierra, el cual alberga a otras arterias, otros caminos que también se encuentran dentro de nosotros y que nos tienen aquí y ahora. En El Museo Reimaginado había vida y la creamos también con las palabras que dijimos y escuchamos en tantos caminos que nos permitieron encontrarnos: "Hay que hacer y compartir", "Hallar tu lugar en el mundo", "Luchar contra los estereotipos", "Aprender jugando", "Espacios abiertos y prolongados en el tiempo", "Lugares cómodos para el incómodo e incómodos para el cómodo", "Nuestros museos deben construir comunidades más fuertes", "Podemos compartir significados e historias", "¿Qué valor le doy a las experiencias?".

Eran las 5:00 p.m. y había aterrizado en Bogotá. Muchos estarían por llegar a sus tierras o lo harían los días venideros. Tal vez con un sinfín de pensamientos en la cabeza, tan vivos como los teníamos en Medellín. Nos separan distancias grandes, tal vez, o a lo mejor estamos mucho más cerca que antes. ¿Y ahora, cómo haríamos para estar más próximos a los que van a visitarnos? Habría que crear caminos, hacer que las palabras sigan vivas en nuevos espacios, en nuevos trayectos con diversas formas en los que muchos, ojalá, se pierdan como Esteban y como tantos de nosotros para encontrar algo o a alguien nuevo.


Clausura El Museo Reimaginado






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