Un viaje a bordo del Colonial

 

Por: Felipe Lozano.

Constanza Toquica apareció al fondo del pasillo, pequeñita, envuelta en una chaqueta verdosa que le llegaba casi hasta las rodillas. Caminaba con paso lento, tranquilo, como si estuviera en sintonía con esa paz que se sentía en el patio donde el “Mono de la Pila” posa en la cima de una fuente de la que el agua cae una y otra vez.

Fue a mi encuentro y me saludó con la misma amabilidad de siempre. Corrió una de las sillas que se encuentra junto a las mesas del pasillo y con la mano me hizo una seña para que me sentara. “¿Cómo te fue en el recorrido?”, me preguntó. “Pues fui al infierno, abordé un barco que zarpó de Europa y llegó a América, luego estuve en la plaza de una ciudad, entré a una casa colonial toda ostentosa y luego me confronté en el siglo XXI”. Ella río con la cabeza hacia atrás y aprovechó la posición para sostener su pelo con las gafas de lentes oscuros que escondían unos ojos de mirada cansada. “Sí, estoy cansada, pero feliz”, me dijo, mientras ponía su celular pantalla arriba sobre la mesa y le daba vueltas sobre su carcaza, impulsándolo por uno de sus extremos.

Constanza lleva diecisiete años como directora del Museo Colonial y cuando le pregunté por la experiencia que había tenido durante el proceso de renovación de la institución, se refirió a la gran moraleja en lo que lleva en el cargo: “Mi mayor aprendizaje fue trabajar en equipo. No lo hubiera logrado yo sola como directora”. Aunque su mirada no ocultaba el cansancio, sus ojos brillaban cuando se refería al trabajo conjunto que comenzaron a desarrollar antes del cierre temporal del museo, a finales de 2013, para abrir las puertas de nuevo al público y mostrar una nueva propuesta desde el 4 de agosto de 2017. “Somos más equipo ahora, porque pudimos trabajar juntos. Se logró gracias a una actitud interdependiente” y continuó hablando sobre las propuestas de las cinco salas del museo por parte de cinco curadores, entre los que se encuentra ella; cómo fue la investigación, la elaboración de los guiones, las reuniones con los diferentes comités de seguimiento, los encuentros con la ministra de Cultura, las decisiones tomadas con el museógrafo, el museólogo, los contratistas y las múltiples acciones que implican los montajes de las exposiciones. Mientras contaba un montón de detalles, agitaba las manos como si espantara moscas, pero de repente se quedó con la mirada perdida en uno de los arcos del claustro y se quedó quieta, con las manos levantadas. Algún pensamiento había interrumpido su discurso. “Es que este lugar es mágico – y bajó las manos abruptamente para apoyarlas en la mesa -. Mira cómo el sol se refleja en ese arco, en este patio…”. Me di vuelta para mirar. Adiviné que eran casi las 6:00 p.m. por esos rayos ocres del atardecer. “Como directora llegué a trabajar con el corazón. Uno le pone el corazón a las cosas, ¿sabes? - dijo en voz baja, como si me confesara algo que tenía atorado desde hace tiempo - Hay que disfrutar el camino”.





Comienza la travesía

Juan Pablo Cruz es uno de esos tipos que dan la impresión de ser bonachones, nobles a más no poder. Detrás de sus gafas se esconden unos ojos pequeños y al término de cada historia que contaba, sonreía. Es historiador y trabaja como curador en el Museo Colonial desde hace seis años. Él se ofreció a darme el recorrido por las salas renovadas. “Antes de la renovación, la lógica era construir historias de las piezas. La novedad es crear historias a partir de las piezas”, me contó cuando nos encontrábamos en la sala introductoria, un espacio pequeño en el que por medio de algunos objetos, como esculturas y cuadros, se muestra cómo la imagen fue un eje transversal en el periodo Colonial y cuáles fueron sus transformaciones durante la época. Es así como El rey moro entrega las llaves de Sevilla a San Fernando alude a la expulsión de los moros en España, pero también hace referencia a que los españoles que llegaron a América tenían vivo ese triunfo. El cuadro es una muestra del arte europeo, en contraste con las imágenes de la Virgen de Chiquinquirá y la Virgen de las Mercedes, en cuyos rostros se evidencia el mestizaje. “Queremos mostrar las transformaciones de las imágenes en la Colonia en las cinco salas. Este espacio es solo un acercamiento”, sostuvo Juan Pablo.

Natalia Caguasango, jefe de Comunicaciones del Museo Colonial, también nos acompañaba. Ella fue la primera en dar la vuelta hacia mi derecha y meterse en un pasillo diminuto hasta que la perdí de vista. Juan Pablo me hizo una seña con la mano para que lo acompañara al mismo lugar en el que se había perdido Natalia. Al final del pasillo, había una cortina negra que colgaba de un tubo muy cerca del techo y se separaba unos pocos centímetros del suelo. Por ese espacio emergía una intensa luz roja. Tuve la sensación de estar frente a algo prohibido, como cuando era pequeño y veía en las tiendas de alquiler de películas a algunos señores mirando a todas partes antes de abrir la cortina y pasar rápidamente a buscar los videos que estaban bien separados de los demás.

Juan Pablo corrió la cortina y me dio la bienvenida a un cuarto que era abarcado por la luz roja que había visto entre la tela y el suelo. A lado y lado se encontraban las reproducciones de una misma imagen en la que se veía a muchos demonios torturando a varios individuos, según sus excesos: el licor, las mujeres, el dinero o la comida. Vi borrachos acostados en camas con agujas inmensas que los atravesaban, mientras los torturadores les daban a chorros licores contenidos en vasijas; un tumulto de gente con sus rostros desencajados, cocinándose en una olla inmensa; y un grupo de demonios dispersos por doquier persiguiendo seres que portaban los títulos acorde a sus pecados. “Bienvenido al infierno”, me dijo Natalia, quien se encontraba al final del pasillo, frente a otra cortina negra que dirigía a otra parte. “Natalia se había perdido en el infierno”, pensé. Juan Pablo entró después. “Estas son reproducciones de una pieza utilizada por los jesuitas para asustar a otros habitantes, era un apoyo para la evangelización. Lo que buscamos aquí es que los visitantes sientan lo que vivían los fieles en esa época”, me explicó Juan Pablo. “Ahora vamos al otro lado del infierno”, me dijo. Natalia dio la vuelta y abrió la otra cortina negra. Una luz blanca y mucho más intensa hizo un contraste tan fuerte que me obligó a cerrar un poco los ojos por un instante.




Al otro lado del infierno hay mucha luz y se encuentran varios cuadros de vírgenes, libros y una pintura del siglo XVIII en la que se muestran los roles de una familia: el hombre fuera de la casa, trabajando, la mujer cocina y los hijos ayudan con las labores del hogar. “Aquí no solo se ven las asignaciones de roles en la familia, sino que se habla de la virtud”, explicó Juan Pablo y luego me señaló un libro de Sor María Gertrudis Theresa de Santa Inés, monja dominica que “tuvo una vida ejemplar, fue una persona virtuosa”. El pueblo no la conocía, pero habían oído hablar de ella y le tenían mucho respeto por las historias que protagonizaba y las aventuras que sorteaba. El sacerdote se subía al púlpito para dirigirse a los fieles y les contaba que Sor María había sido revolcada por el diablo y había salido victoriosa. “El púlpito era como el noticiero de la época”, dijo Juan Pablo. Yo me quedé pensando en el diablo, cómo había abordado a Sor María, cómo fue la batalla y cómo así que revolcada.




Pasamos después a ver dos retratos del virrey Solís, uno con el porte (o la pose) en consonancia con su título y otro en el que aparece en un fondo oscuro, como fraile franciscano. Dos piezas, un mismo sujeto, ambas disímiles. “Y hablando de sujetos ejemplares – dijo Juan Pablo con un tono un poco sarcástico -, aquí está el Virrey Solís. Dicen que se metió con una mujer a la que le decían ‘Marichuela’ y, además, evadió impuestos, por lo que debía dar explicaciones en una audiencia. Para huir del juicio, se ordenó como fraile franciscano. Luego fue conocido como Fray Joseph de Jesús María, se convirtió en un sujeto ejemplar y a todo el mundo se le olvidó lo que hizo”, dijo Juan Pablo.

Continuamos el recorrido por un camino lleno de piezas en el que se iban viendo las transformaciones de las imágenes. Los rostros, los fondos, paisajes y atuendos de los personajes de las obras cambiaban a medida que avanzaba por un camino casi serpenteante. Me dejé llevar y subí una pequeña rampa que conducía a una plataforma. Me di cuenta de que zarpé de Europa rumbo a América.


¡Todos a bordo!

Abordé un barco y no me di cuenta cuándo. Natalia estaba a babor y yo, a estribor. Juan Pablo comandaba la nave hacia América, un continente que con su descubrimiento “no solo cambió la tierra, sino el cielo. En América descubrieron más estrellas, lo que permitió que la carta celeste para la navegación se ampliara”, explicó.

En los barcos que partieron de Europa no solo venían europeos, sino africanos procedentes de varias partes de su continente. A bordo, pude ver los mapas de donde procedían los ancestros

negros y las rutas que tomaron por mar y río para entrar a nuestro país. En nuestro barco se encontraba una pequeña figura encerrada en una urna que llamó mucho mi atención: era un africano, no estoy seguro si se trataba de un niño, con una de sus manos detrás de su cabeza y las piernas dobladas como si posara para una foto. Juan Pablo se acercó y sonrió. “El aporte de África fue muy grande – comentó -. Mire no más la cantidad de sitios de dónde provenían”, dijo mientras señalaba los mapas con uno de sus largos y delgados dedos. Luego se dio la vuelta y señaló un mapa fluvial de Colombia. “Y por río se demoraban mucho tiempo en llegar a un destino. Tanto que el viaje de Europa al Caribe era más corto que recorrer todo el Magdalena”.

Llegamos a América. Bajamos la rampa y nos encontramos en un mundo con imágenes diferentes a las que había visto en los otros espacios, como los retratos de las vírgenes con cuerpos de montaña y pieles más oscuras. “De alguna manera tenían que hacer cercana la creencia cristiana a los nativos. La imagen en la Colonia se convirtió en la mayor promotora del discurso evangelizador”, dijo Juan Pablo. Ese continente delimitado por apoyos museográficos estaba lleno de pinturas, vajillas que sobrevivieron el viaje desde Europa, muebles y otros objetos expuestos como testimonios de encuentros y mestizajes. Habíamos llegado al final de la sala y en un rincón encontré apoyos audiovisuales e interactivos que respaldaban la narrativa de ese espacio para mostrar otros resultados de la vida conjunta de nuestros ancestros, como nuestra gastronomía. En una bandeja paisa, por ejemplo, podemos encontrar la herencia indígena, negra e hispana en alimentos como la carne molida, el aguacate, el chicharrón, el arroz o el chorizo. Con cada paso que di, sentí que me alejaba del barco y me internaba más en tierra americana, específicamente en el actual territorio colombiano. “Lo de la bandeja paisa me hizo sentir de golpe en la actualidad”, le dije a Juan Pablo. Él sonrió y me invitó a la próxima sala. “Aún falta. Todavía no nos hemos confrontando con el siglo XXI”, comentó.




La plaza, la ciudad, la entrada a la casa

La tercera sala era la plaza de una ciudad. Al ingresar, vi una tubería que perteneció a los jesuitas, por medio de la cual tenían acceso al agua sin necesidad de desplazarse hasta “El mono de la pila”, como lo hacía el resto de los habitantes. “Esta tubería era como el Ferrari de la época, todo un lujo”, comentó Juan Pablo.

Luego nos desplazamos al centro de la plaza, donde pude ver diferentes piezas que permitieron llevarme una impresión de cómo era la ciudad en la época Colonial: figuras pequeñas de negros con sombrero tricornio e indígenas con atuendos similares a los de los españoles, partituras de piezas musicales interpretadas por mujeres, imágenes de chicherías y una puerta grande, dorada y azul, adornada a ambos lados con dos columnas talladas y un dosel. Era la entrada a una casa del siglo XVIII. “El centro de la ciudad era el espacio de encuentro y de diálogo de todos los habitantes –me explicó Juan Pablo-. Allí se cruzaban españoles, negros, indígenas y mestizos. No necesariamente los negros y los indígenas estaban a un lado y los españoles a otro, todos vivían en comunidad de alguna manera y se encontraban en la plaza. No todos los negros e indígenas fueron esclavos, muchos ocuparon cargos en las ciudades”.




Juan Pablo miró la puerta grande, se acomodó las gafas y extendió su mano en dirección a ella, como invitándome a entrar a un espacio azuloso que contrastaba con el ambiente amarillento de la plaza. “Y ahora ingresemos a esta casa”, dijo. La tubería de los jesuitas, la puerta llena de adornos tallados, una cama con una cabecera larga y una silla de brazos torneados y asiento con flores bordadas, me permitieron ver que, en todo caso, había unas clases marcadas y una distancia entre ellas, por mucho que se encontraran en la plaza. “Claro, ya en la Colonia existían las élites. Se formó una clase criolla y cortesana que se creía española”, me explicó Juan Pablo. “Mire –

continuó, mientras señalaba los retratos del marqués y la marquesa de San Jorge-. Ellos, por ejemplo, mandaron a hacer sus retratos para exponerlos en la sala de su casa. Era una manera de decir ‘Somos los grandes dueños de este lugar’ y de mostrar que podían ser ostentosos”.

Las diferencias entre las clases sociales se evidenciaron más profundas cuando pasamos a la cuarta sala. La sociedad estaba dividida entre los colegiales y los artesanos. Los primeros eran quienes tenían acceso a la educación en colegios y después tenían la opción de convertirse en gobernantes, y los segundos dotaban de infraestructura a la ciudad. En la sala se muestran los horarios de clases durante el periodo Colonial, a qué hora se tomaban los descansos, se rezaba o se iba a dormir. En contraste, se encuentran algunas piezas de platería, zapatos, esculturas, vestidos y objetos elaborados por herreros, quienes, como las mujeres, tenían oficios específicos. “Este espacio se conecta con la quinta sala”, dijo Juan Pablo. “Vamos y te presento a la curadora de esa sala, ella te dará el recorrido”. Salimos a uno de los pasillos de segundo piso de la casa y ahí estaba Ana María Torres, quien me saludó con una voz suave y dulce. Le agradecí a Juan Pablo Cruz por el recorrido y entré con Ana María a una sala llena de colores y contrastes. Allí ocurrió la confrontación.


La Colonia del siglo XXI

Ana María Torres caminaba despacio y contaba las historias con el mismo ritmo de su andar, como si disfrutara cada palabra que decía. Al entrar a la sala cinco del Museo Colonial, pude darme cuenta que, en efecto, estaba conectada con la sala anterior. Había un muro en drywall, en cuyos nichos se podían ver piezas de orfebrería de la sala anterior (elaboradas durante la Colonia), mientras un poco más abajo, pero del lado de la quinta sala, se exponían objetos elaborados por orfebres en el siglo XXI. “Queremos conectar el presente con la Colonia”, dijo Ana María.

En los oficios, religiosidades y quehaceres del artesano está viva la herencia colonial, tal como lo evidencian, por ejemplo, los videos de artesanos que han recibido por tradición los conocimientos para hacer vasijas de barro con la técnica del barniz de Pasto, lo cual entra en armonía con algunas imágenes pintadas por Auguste Le Moyne, en las que se muestra la elaboración de vasijas dos siglos atrás; o una imagen de San Francisco de Asís, pintada en la Colonia, pero adornada con un marco azul y dorado para rendirle homenaje en las fiestas de San Pacho de Quibdó, celebración declarada como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por la Unesco en diciembre de 2012.




Los objetos de la sala comenzaron a ser más familiares para mí, como si la Colonia no me fuera ajena. Recordé viajes en bus, paseos por las calles, puestos ambulantes, amigos o familiares con piezas como estampas de la Virgen del Carmen, figuras desarmables de San Antonio y hasta dulces de la Virgen de Chiquinquirá. “Todos estos objetos los exponemos junto a los de la Colonia, porque actúan de la misma manera: puedo llevar una imagen conmigo para que me proteja. Aquí buscamos generar una reflexión sobre cómo estas imágenes entraron en un círculo comercial”, afirmó Ana María.




El recorrido por esta sala fue breve, como si fuera más pequeña que las demás. Creí que la historia colonial, contada a partir de las imágenes y sus transformaciones, había llegado a su final cuando Ana María me dijo que me llevaría a la salida de la sala. Llegué a un rincón en el que había un espejo. A un lado de él había una imagen de un español, jugando con el niño de su sirviente. Al otro, una imagen de otro español, pero con la actitud de quien mira por encima del hombro a quien le sirve. Después de ver ambas imágenes, era inevitable verme al espejo. Vi mis ojos, un tanto enrojecidos, las arrugas en las comisuras de mis ojos, la piel pálida de mi rostro, levemente tapada por una barba negra e incipiente y mi pelo recogido en la parte de atrás. “¿Qué tan colonial es usted?”, era la pregunta que se encontraba arriba del espejo. Me di la vuelta para salir de la sala y Ana María me señaló un tablero en el que cada visitante respondía a esa pregunta. Salí con evasivas, le agradecí, salí con un montón de halagos por las curadurías de todas las salas y pregunté por Constanza Toquica, con quien hablaría después de todo el recorrido. No escribí nada en ese tablero: quedé en blanco.


“¿Qué tan colonial es usted?”

La misma Constanza interrumpió esa breve fruición de ver los rayos del atardecer en uno de los arcos del patio del museo, cuando de la nada habló de hacerle caso a la “cosita aquella”, mientras agitaba las manos cerca a sus orejas. “¿Cuál ‘cosita aquella’?”, le pregunté”. “’La cosita’ aquella es silenciar la mente y escuchar. Esa fue la clave para que pudiéramos trabajar bien en equipo”.

Nos tomamos unos minutos para hablar de otras cosas, hasta que el frío nos avisó de la pronta llegada de la noche. Constanza Toquica se volvió a poner las gafas oscuras y tomó su cartera. Yo tomé mi maleta y nos despedimos, no sin antes agradecerle por el recorrido, las atenciones y la conversación. Me dirigí a la salida y casi tropiezo con Gregorio Vásquez de Arce y Ceballos, en forma de gato blanco y negro. “Él está encargado del control de plagas aquí”, me había comentado Natalia Caguasango. Gregorio caminó junto a la fuente en la que está el “Mono de la pila” y comenzó a lamerse las patas. El guardia me abrió la puerta y salí a la calle de esta época, abarrotada de transeúntes que caminan mientras chatean en sus celulares o entran a los múltiples locales comerciales. En plena carrera 6, en este siglo XXI, no pude hacerle caso a la “cosita aquella” para silenciar la mente y escuchar. O escucharme, más bien. ¿Qué tan colonial soy? Sé que la respuesta está en alguno de los tantos rostros que vi en el museo. ¿Pero en cuál?



Algunas imágenes del Museo Colonial

Antes de la renovación




Durante las obras




La renovación





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